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El castigo by Juann


Siempre fui el del pelo perfecto. El coqueto, el que se pasaba media hora frente al espejo, el que gastaba la poca plata en shampoos y cremas. Mi pelo era mi bandera, lo que me hacía sentir distinto.

Hasta esa madrugada.

Me escapé de casa, harto de mi viejo y sus reglas. Volví cuando el sol empezaba a asomar, pensando que había zafado. Pero ahí estaba él, en la cocina, sentado en silencio, con esa mirada que pesaba más que cualquier grito. No dijo nada. Y eso fue peor.

Cuando entré al baño, lo entendí todo. Mis frascos habían desaparecido. En su lugar, alineados con una prolijidad cruel, me esperaban una máquina de cortar al ras, una cuchilla y espuma de afeitar.

La voz de mi viejo retumbó desde la puerta:

—Si querés seguir viviendo en esta casa, vas a aprender lo que significa ser un hombre de verdad. Y empieza hoy.

No había opción. Encendí la máquina. El zumbido me perforó los nervios. Apoyé el metal en la frente y pasé hacia atrás. El primer mechón cayó pesado en la pileta. Sentí un nudo en la garganta.

—Más firme —ordenó él, duro, como un sargento—. No sos una nena para andar dudando. Dale, hacelo bien.

Obedecí. Los mechones caían sobre mi pecho sudado, sobre el suelo, sobre mis hombros. Cada línea limpia de cuero cabelludo me despojaba de mi orgullo. Al terminar, mi viejo avanzó un paso:

—Ahora afeitá. Completo. Un hombre no hace las cosas a medias.

Me unté espuma blanca, fría, y la cuchilla raspó la piel con un sonido áspero. Cada pasada me dejaba más expuesto. Al tocarme, ya no quedaba resistencia: mi cráneo estaba liso, brillante, desnudo.

Bajé las escaleras, con la cabeza reluciendo bajo la luz. Mi viejo estaba en el sillón, cerveza en mano.

—Bien. Ahora las cejas. Quiero esa cara limpia, fuerte, sin adornos.

Tragué saliva. Espuma otra vez, cuchilla en los párpados sensibles. El ardor me hacía cerrar los ojos, pero seguí hasta borrarlas por completo. Me miré en el espejo: un extraño me devolvía la mirada, sin pelo, sin expresión, sin defensa.

Volví al living.

—Acercate —dijo.

Me paré frente a él. Me agarró del mentón con la mano áspera y me obligó a mirarlo.

—Así se ve un hombre de verdad. Expuesto. Disciplinado. Acá no se esconden debilidades bajo un pelo. ¿Está claro?

—Sí… está claro.

—Más fuerte.

—¡Sí, está claro!

Me soltó y abrió un frasco de aceite. El olor fuerte inundó la sala. Vertió un poco en su mano y, con autoridad, me frotó el cráneo. Sus dedos duros recorrían la piel lisa, brillándola hasta que parecía un espejo.

—Así te quiero todos los días. Brillante, aceitado, disciplinado. Que cada vez que te mires sepas que vivís bajo mis reglas.

Volvió a sentarse, tomó un trago largo de cerveza y me señaló con la botella.

—Y ahora andá al baño. Vas a juntar cada pelo que tiraste, uno por uno, con la mano. Y cuando termines, me vas a decir cuántos eran.

Subí las escaleras en silencio. En el suelo del baño me esperaban mis mechones, pegados al piso húmedo como fantasmas de lo que había sido. Me arrodillé y empecé a recogerlos, contando en voz baja:

—Uno… dos… tres…

La voz de mi viejo retumbó desde abajo, como un disparo:

—¡Más fuerte! ¡Quiero escuchar cada número!

El corazón me dio un vuelco. Tragué saliva y grité, con la garganta ardiendo:

—¡UNO! ¡DOS! ¡TRES!

El eco de mis propios números rebotaba por toda la casa. Y en ese instante entendí que ya no había marcha atrás.



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