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El precio de ser deseado by Julian




El autobús se detuvo en medio de un camino polvoriento. El joven bajó con su mochila ligera, todavía con la emoción de quien inicia una aventura. Tenía apenas diecinueve años y el aire de quien cree que el mundo entero puede abrirse ante él. Su cabello, grueso y abundante, caía con gracia sobre la frente; arriba, unos ocho centímetros que podía acomodar con las manos para darle forma; a los lados y atrás, algo más corto, cinco centímetros que enmarcaban su rostro juvenil y atractivo.

Había llegado a un remoto rincón de Europa del Este gracias a una plataforma de intercambio: trabajaría en una granja a cambio de comida y techo. No hablaba el idioma, pero confiaba en que las sonrisas y las manos serían suficientes para hacerse entender.

En el campamento donde se alojaban los trabajadores, las condiciones eran rústicas, aunque el muchacho lo aceptaba con entusiasmo. Compartía mesa y largas jornadas con hombres callados, acostumbrados a la dureza del campo. La vida parecía sencilla, casi monótona, hasta que la vio a ella.

La hija del capataz se apareció una tarde, llevando agua para los peones. Tendría dieciocho o diecinueve años, ojos claros y un modo de caminar que llamaba la atención sin proponérselo. Cuando lo miró, se detuvo un segundo más de lo necesario, y él correspondió con una sonrisa ligera. El flequillo rebelde que le caía sobre la frente pareció fascinarla. Desde ese momento, los encuentros casuales se repitieron: un intercambio de miradas, un saludo tímido, una risa compartida en el cruce de caminos.

El capataz, un hombre de manos ásperas y carácter feroz, no tardó en notar la chispa. Montó en cólera y lo mandó lejos, al trabajo más duro, cortando maleza en los límites de la finca, donde no pudiera cruzarse con su hija. El muchacho obedeció sin entender del todo, pero en el fondo no le importaba: él no buscaba amores en ese lugar, y menos con una muchacha.

Ella, en cambio, lo pensaba a todas horas. Una tarde, incapaz de contenerse, le confesó a la cocinera lo que sentía. "Lo amo", murmuró, con el rubor en las mejillas. "Es tan guapo… pero lo que más me mata es su pelo, es perfecto." La cocinera escuchó en silencio, limpiando sus manos en el delantal. Sabía que esas palabras, de llegar a oídos del capataz, traerían tormenta.

Y la tormenta no tardó en llegar.

La cocinera no tardó en contárselo al capataz. No con malicia, sino con esa lógica práctica de las mujeres del campo: más valía que lo supiera por ella que por otra boca. El hombre escuchó con los labios apretados y los ojos duros. La noticia lo encendió como una brasa al viento.

—¿Así que de su pelo está enamorada? —escupió con rabia—. ¡De su pelo!

Golpeó la mesa con el puño y las tazas temblaron. La hija, inocente y obstinada, lo negaba todo, pero el brillo de sus mejillas la delataba. El capataz juró que acabaría con esa fascinación, de raíz.

Fue entonces cuando la cocinera, buscando calmarlo, deslizó su idea. Con voz serena, casi como si hablara de un remedio casero, dijo:

—Si lo que la muchacha ve en él es su melena, la solución es simple. Tráigase al barbero del pueblo. Un buen corte y ya verá cómo deja de mirarlo con los mismos ojos.

El capataz meditó un instante. La idea le pareció tan clara que se preguntó por qué no había pensado en ella antes. Dio un golpe seco sobre la mesa y ordenó que lo trajeran al día siguiente.

El muchacho, ajeno a la conspiración, terminó su jornada en los campos. Regresó cansado, sudado, con la camisa pegada al cuerpo. Apenas si alcanzó a cenar antes de que lo llamaran al granero. Allí lo esperaban el capataz, la cocinera y, para su sorpresa, la hija, de pie en un rincón. También estaba un hombre mayor, con una maleta de cuero que delataba su oficio: el barbero del pueblo.

—Si quieres seguir trabajando aquí, hay reglas que cumplir —gruñó el capataz, cruzado de brazos—. Hace calor, y no podemos tener muchachos desarreglados en la granja.

El joven se quedó helado. Miró a la hija, que evitó su mirada, luego al barbero, que ya desplegaba sus herramientas: tijeras, peines, y una máquina que brillaba bajo la luz amarillenta de la lámpara.

—Solo un recorte —añadió la cocinera con una sonrisa tranquilizadora—. No te preocupes, será poco.

Le colocaron una silla en medio del granero. El muchacho, confundido pero sin posibilidad de negarse, se sentó. El barbero le cubrió los hombros con una capa de tela blanca y la ajustó con firmeza alrededor de su cuello. El sonido del broche cerrándose le dio un escalofrío.

No sabía que ese instante marcaría el comienzo de su humillación.

El muchacho tragó saliva, incómodo bajo la capa que lo apretaba en el cuello. Sentía el calor del granero, el olor a heno y a grasa de las herramientas. Levantó la vista y se atrevió a preguntar:

—¿De verdad es necesario? Yo… suelo arreglarme el pelo yo mismo. No hace falta molestarse tanto.

El capataz lo fulminó con la mirada.
—Aquí las cosas se hacen como yo digo.

La cocinera intervino con tono más dulce, como queriendo calmar la tensión:
—Vamos, hijo, no pongas esa cara. Solo un poquito, para que estés más fresco con este calor. En un momento estará listo.

El barbero, que llevaba años recortando a los hombres del pueblo, asintió con una sonrisa breve mientras sacaba el peine metálico y lo hacía tintinear contra las tijeras.
—Será rápido, ya lo verás.

La hija, en su rincón, observaba en silencio. Sus manos se apretaban una contra otra, como si temiera que alguien notara la emoción que la recorría. Al ver la melena del muchacho caer sobre la frente, no pudo evitar murmurar casi para sí:
—Le queda tan bonito así…

El capataz la oyó y golpeó el suelo con la bota.
—¡Silencio! —tronó—. A ti lo que te toca es mirar y aprender.

El joven giró el rostro hacia ella, buscando alguna explicación, pero la muchacha ya había agachado la cabeza, avergonzada.

El barbero pasó el peine por la parte superior, levantando el cabello espeso, y lo dejó caer de nuevo.
—Buen pelo este chico —dijo, más para sí que para los demás—.

El zumbido eléctrico llenó el aire cuando encendió la máquina. El joven sintió un escalofrío que le recorrió toda la espalda.

El barbero apagó la máquina y la dejó sobre la mesa. Sacó las tijeras grandes de acero, las abrió y cerró en el aire, produciendo un chasquido seco que hizo estremecer al muchacho.

—Empecemos por arriba —dijo con naturalidad—. Solo un recorte, ¿verdad?

La cocinera sonrió y asintió.
—Sí, sí, lo justo para que no le moleste.

El barbero introdujo el peine entre los mechones de la coronilla, levantando la mata de cabello grueso. La luz de la lámpara se filtraba entre los cabellos castaños, que caían suaves sobre el peine. Con un movimiento seguro, las tijeras se cerraron y el primer mechón cayó sobre la capa blanca. El muchacho se quedó rígido, sintiendo cómo el peso de su cabello disminuía.

El barbero mostró con los dedos la longitud que había cortado: apenas un par de centímetros.
—¿Así está bien? —preguntó.

La cocinera lo observó con detenimiento, ladeando la cabeza.
—Un poco más —indicó con calma—. Algo menos de la mitad.

El barbero asintió sin replicar. Volvió a peinar hacia arriba, esta vez levantando una sección más amplia. Las tijeras brillaron un instante y se cerraron con firmeza: chas, chas, chas. Los mechones más largos comenzaron a desprenderse y a deslizarse por la tela blanca hasta amontonarse en su regazo.

El joven se mordió los labios. Cada corte le parecía un golpe invisible. A cada mechón que caía, sentía cómo se le escapaba una parte de sí mismo. Su cabello, su orgullo, lo que tantas veces había acomodado con las manos frente al espejo para sentirse atractivo, ahora yacía muerto sobre la tela.

—Eso, así queda mejor —apuntó la cocinera, observando cómo la parte superior empezaba a perder volumen.

El barbero continuó su labor, levantando secciones, recortando con precisión. El aire fresco comenzó a colarse entre los huecos de la melena ahora desigual, dejando la frente del muchacho cada vez más descubierta.

La hija del capataz lo miraba con una mezcla de fascinación y sorpresa. Al principio sonreía, creyendo que aquel recorte solo realzaría la belleza que tanto la atraía. Pero poco a poco la sonrisa se fue borrando, y sus ojos se oscurecieron al ver cómo la melena abundante que tanto adoraba se transformaba en un corte más simple, sin estilo.

El barbero mostró un nuevo mechón entre los dedos, cortado recto y mucho más corto que el resto.
—¿Así estará ya? —preguntó de nuevo.

La cocinera entrecerró los ojos.
—Sí… pero asegúrese de que arriba no quede más largo que los lados. Ya iremos igualando.

El joven, al escuchar esas palabras, abrió los ojos con pánico.
—¿Qué? ¡Pero si todavía está muy corto!

El capataz le dio una palmada seca en el hombro, obligándolo a quedarse quieto.
—Calla y deja trabajar.

El barbero siguió cortando, mechón tras mechón. El sonido metálico de las tijeras llenaba el granero, acompañado del suave roce del peine arrastrando el cabello. Y con cada pasada, la imagen del muchacho guapo y confiado se desdibujaba un poco más.

El barbero bajó la mirada hacia los lados. Con el peine levantó mechones desde la sien hasta la nuca, separando los cabellos densos que caían como cortinas. Cada sección parecía más voluminosa que la anterior, y el joven sentía cómo su rostro se hacía más evidente, más expuesto, mientras el barbero acercaba las tijeras.

—Solo un poco aquí también —dijo la cocinera, con la misma calma que antes.

El barbero asintió y comenzó a cortar. Cada chasquido de las tijeras era un golpe sordo para el joven. El cabello caía sobre la capa y se desparramaba por el suelo del granero, formando montoncitos que antes nunca habría imaginado. Lo que antes cubría su frente, ahora comenzaba a abrirse; lo que enmarcaba su rostro, los lados, se reducía centímetro a centímetro.

El joven cerró los ojos un momento, intentando retener mentalmente la imagen que se le iba. El calor del granero, la mirada de la hija y la firmeza del capataz lo mantenían inmóvil. Cada mechón que caía parecía arrancarle algo más que pelo: era su orgullo, su juventud, su sensación de control sobre cómo quería verse.

El barbero pasó ahora a la parte posterior. Levantó mechones gruesos, peinándolos hacia arriba y mostrándolos a la cocinera.
—¿Así estará bien? —preguntó, buscando aprobación.

—Un poco más —indicó ella, sin alzar la voz, como si solo guiara un trabajo rutinario—. Que quede uniforme con los lados y arriba.

El barbero volvió a cortar, despacio, con precisión, mientras el joven sentía cómo la nuca se abría paso hacia la piel. Cada tijera dejaba un rastro limpio: mechones que antes caían libres, ahora transformados en un corte mucho más austero. La sensación de frescura se mezclaba con un hormigueo de humillación: no podía creer que su cabello, lo que siempre había cuidado con tanto mimo, desapareciera ante sus ojos.

La hija del capataz miraba ahora con los labios entreabiertos. Al principio, la transformación parecía inofensiva, incluso atractiva. Pero conforme el corte avanzaba, el volumen se reducía y el estilo desaparecía. Su expresión cambió lentamente de fascinación a sorpresa y luego a desencanto.

—Más… más cortito —susurró la cocinera, apenas moviendo la cabeza hacia el barbero.

El joven abrió los ojos, incapaz de comprender cómo "solo un recorte" se había convertido en la pérdida casi total de su melena. Su corazón latía con fuerza, cada corte de tijera retumbando en su pecho, mientras la capa blanca a su alrededor se llenaba de mechones que recordaban lo que estaba dejando atrás.

El barbero apartó las tijeras un instante y sacudió con la mano los mechones que aún se aferraban al peine. Dio un paso atrás para observar su trabajo.

El joven, bajo la capa blanca, respiraba hondo, con los ojos clavados en el suelo cubierto de cabello. Lo que antes había sido una melena abundante y flexible, capaz de acomodarse en un sinfín de peinados, se reducía ahora a un corte parejo y sin forma. Apenas unos dos centímetros de largo cubrían su cabeza, lo justo para dejarlo uniforme, pero demasiado poco para moldearlo de ninguna manera.

Ya no había volumen en la parte superior: el flequillo que solía caer rebelde sobre su frente se había esfumado, convertido en mechones desordenados que apenas se levantaban unos milímetros. Los lados, que antes enmarcaban sus facciones, habían desaparecido casi por completo; la línea de transición hacia la coronilla era brusca, seca, sin estilo.

El muchacho levantó la vista, buscando su reflejo en algún lugar, pero lo único que encontró fueron las miradas de quienes lo observaban. La hija del capataz lo miraba con gesto confuso, como si intentara reconocer en aquel corte torpe al joven del que se había sentido atraída. La cocinera, en cambio, asentía satisfecha: la melena había quedado reducida a algo anodino, incapaz de atraer miradas.

El barbero pasó la palma de la mano sobre la parte superior, dejando el cabello erizado.
—Ya está corto. —Su tono era neutro, casi profesional—. No hay mucho más que hacer con tijeras.

El joven tragó saliva, sintiendo la cabeza ligera, casi desnuda. Imposible peinarse, imposible esconderse detrás de su cabello como solía hacer. Se inclinó un poco hacia adelante, esperando que todo terminara.

Pero la cocinera se inclinó hacia el barbero y, con voz tranquila pero firme, añadió:
—Bien. Ahora, las patillas.

El corazón del muchacho dio un vuelco.

El barbero se inclinó hacia un costado del muchacho y con el peine peinó hacia abajo la patilla derecha. El mechón caía recto, bien definido, alcanzando casi la mitad de la oreja.

—La recortamos recta aquí —dijo el barbero, señalando con las tijeras justo a la altura natural, donde cualquier cliente la habría pedido.

El joven, todavía en silencio, pensó que al menos ahí el corte se vería normal, un detalle que le devolvería algo de dignidad.

Pero la cocinera negó con la cabeza.
—Más arriba.

El barbero la miró con extrañeza.
—¿Más? ¿Un centímetro, tal vez?

Ella alzó la mano y, con el dedo, marcó a medio centímetro por encima de la oreja.
—Aquí. Quiero que quede bien corta, casi nada.

El joven abrió la boca de golpe.
—¡No! Eso ya no es normal, es… es demasiado.

El capataz apoyó una mano pesada en su hombro y lo obligó a quedarse quieto.
—He dicho que se haga lo que ordena.

El barbero suspiró y volvió a peinar la patilla, estirándola bien recta entre los dedos. Con un gesto firme, colocó las tijeras en el punto señalado y cerró la hoja metálica. Chas. El mechón entero cayó sobre la capa blanca, dejando un borde seco, altísimo, que apenas cubría medio centímetro de piel junto a la oreja.

El muchacho sintió cómo la sangre le subía a la cara. La piel desnuda brillaba donde antes había cabello, y el contraste le pareció insoportable.

El barbero pasó el peine sobre la patilla izquierda.
—¿Igual aquí? —preguntó.

—Exacto —confirmó la cocinera con frialdad.

El joven giró un poco la cabeza, desesperado, pero el capataz lo sostuvo con fuerza. El barbero repitió la operación: peine, tijeras, y un corte seco que borró la segunda patilla, dejando solo un borde ínfimo.

El resultado fue brutal. El rostro del joven, antes enmarcado por patillas largas que lo hacían parecer mayor, quedó expuesto y desprotegido, como el de un niño castigado. La hija del capataz bajó la mirada; la atracción que había sentido por aquel rostro perfecto se tambaleaba, y eso solo aumentaba la humillación del muchacho.

Él apretó los labios, sintiendo que el aire frío rozaba la piel recién descubierta. El corazón le latía fuerte, y cada mechón caído era como un recordatorio cruel de que ya no había vuelta atrás.

La cocinera, satisfecha, dio un paso atrás para mirar el conjunto.
—Bien. Ahora la nuca.

El barbero se colocó detrás del muchacho y pasó el peine desde la coronilla hacia abajo, peinando con firmeza los cabellos de la nuca. El joven cerró los ojos un instante: aquella era la parte que más cuidaba. Siempre le gustaba cómo el cabello caía en forma natural sobre la base del cuello, dando continuidad a la melena.

El barbero levantó un mechón con los dedos y señaló con las tijeras la línea natural, justo donde terminaba el crecimiento.
—Aquí lo marco recto, como siempre se hace.

El joven suspiró con alivio. Aquello al menos le daría un aspecto normal, discreto.

Pero la cocinera no tardó en intervenir.
—No. Mucho más arriba.

El barbero arqueó una ceja.
—¿Cuánto más?

Ella se acercó y, con el dedo, indicó casi tres centímetros por encima de la línea natural, en plena nuca.
—Hasta aquí. Quiero que se vea bien limpio.

El muchacho giró la cabeza con brusquedad.
—¡Eso es demasiado! Nadie lleva la nuca tan alta… me van a dejar como un…

El capataz apretó con fuerza sus hombros, clavándole los dedos.
—Quieto.

El barbero no discutió más. Peinó hacia abajo los cabellos de la nuca, alisándolos contra la piel, y colocó las tijeras justo en la línea marcada por la cocinera. Con un movimiento rápido, cortó recto de lado a lado. Chas, chas, chas.

Los mechones gruesos cayeron sobre la capa y resbalaron hasta el suelo. El aire del granero rozó la piel recién expuesta, y el joven sintió un escalofrío que le recorrió toda la espalda.

El barbero repasó los bordes, subiendo cada vez más, limpiando con precisión hasta dejar la nuca totalmente al descubierto, con un borde alto y recto que rompía por completo la armonía del corte.

El muchacho respiraba entrecortado. Nunca se había visto así. El cuello, que antes se escondía bajo una línea natural de cabello, ahora quedaba desnudo, vulnerable. Sentía como si todo el mundo pudiera ver su humillación marcada en la piel clara de la nuca.

La hija del capataz observaba en silencio, mordiéndose el labio. La visión del joven, tan cambiado, comenzaba a borrarle la imagen idealizada que había tenido de él. El encanto de su cabello, aquel detalle que había despertado su fascinación, yacía ahora en mechones esparcidos por el suelo del granero.

La cocinera cruzó los brazos, satisfecha.
—Así está mejor. Mucho mejor.

El joven, con la garganta seca, apenas pudo susurrar:
—Por favor… basta ya.

Pero el barbero no había terminado.

El barbero dejó las tijeras a un lado y sacó de su estuche una pequeña brocha de cerda y un tarro metálico. Hizo espuma con movimientos circulares, llenando el aire del granero con un olor fuerte a jabón barato. El joven abrió los ojos con sorpresa.

—¿Qué… qué va a hacer? —preguntó, con un hilo de voz.

La cocinera respondió sin titubear:
—Rasurar. Las patillas y la nuca deben quedar bien limpias.

El barbero se inclinó y, con la brocha húmeda, comenzó a extender la espuma fresca sobre las patillas recién recortadas. El muchacho tembló: la sensación era fría, pegajosa, y lo hacía consciente de lo desnudo que había quedado su rostro sin su marco de cabello. La espuma blanca resaltaba como una marca humillante sobre su piel morena.

Luego, el barbero apoyó la navaja en la correa de cuero y la afiló con movimientos pausados, ras-ras-ras. El sonido metálico llenó el silencio y le heló la sangre al muchacho.

—Tranquilo —murmuró el capataz, aunque lo sujetaba con más fuerza.

El barbero colocó la navaja en la base de la patilla derecha y, con un movimiento seguro, la deslizó hacia arriba, dejando un surco de piel completamente lisa. El muchacho contuvo la respiración. Otro pase, y la espuma con pequeños restos de pelo quedó pegada en la hoja. La patilla había desaparecido por completo, sustituida por un área brillante de piel expuesta.

La cocinera asintió satisfecha:
—Bien. Ahora la otra.

El procedimiento se repitió en la patilla izquierda. Cada trazo de la navaja borraba más de su antigua apariencia, transformándolo en alguien irreconocible.

Después, llegó el turno de la nuca. El barbero inclinó con firmeza la cabeza del muchacho hacia adelante. El joven sintió el cosquilleo de la brocha al extender la espuma a lo largo de la línea recta, demasiado alta, que ya le habían impuesto. El frío lo recorrió entero.

La navaja se apoyó en la piel y descendió con un corte limpio, raspando hasta dejar la carne desnuda y suave. El sonido áspero de la hoja rasurando contrastaba con el silencio expectante del granero. Pasada tras pasada, el barbero borraba cualquier resto de cabello, hasta que la nuca quedó completamente brillante, blanca y vulnerable.

El muchacho, humillado, no se atrevía a levantar la vista. La espuma usada caía en su cuello como manchas de derrota.

La cocinera sonrió con un gesto de triunfo:
—Ahora sí. Mucho mejor.

La hija del capataz observaba boquiabierta. Aquello ya no era el joven del que se había enamorado: frente a ella había alguien distinto, con el cuello y las sienes desnudas, marcado como un jornalero más, despojado de la belleza que la había fascinado.

El barbero, mientras limpiaba la navaja en un paño, se inclinó hacia la cocinera.
—Si quiere que se vea aún más limpio… puedo trazar un arco alto sobre las orejas. Así conecto la línea de la nuca con las patillas. Quedará… impecable.

El muchacho levantó la cabeza con espanto.
—¿Qué? ¡No, no hace falta!

Pero la cocinera no dudó ni un segundo:
—Hágalo. Que no quede nada desordenado.

El barbero tomó la brocha otra vez y, con movimientos calculados, untó espuma justo por encima de cada oreja, subiendo mucho más de lo que el joven habría imaginado posible. La piel fría quedó cubierta de blanco, dibujando el arco que estaba a punto de trazarse.

Con la misma calma con que se afila una firma en papel, apoyó la navaja en la sien derecha y comenzó a tallar el contorno. La hoja avanzó describiendo un semicírculo perfecto sobre la oreja, borrando de raíz cualquier rastro de cabello. La espuma caía en copos, dejando detrás una franja clara y lisa que se unía con la patilla recién rasurada.

—No… no, por favor… —susurraba el muchacho, cerrando los ojos con fuerza.

El barbero se inclinó hacia la izquierda y repitió el arco sobre la otra oreja. Cuando terminó, se apartó un poco para contemplar la obra: la cabeza del joven mostraba ahora dos claros brillantes, como heridas blancas que cortaban su perfil.

La cocinera asintió, complacida:
—Mucho mejor. Así no queda duda: limpio y ordenado.

La muchacha, en silencio, sintió que el encanto se le escapaba como agua entre los dedos. Ese rostro que tanto había admirado estaba ahora cercado por piel desnuda, como si alguien hubiera borrado a la fuerza los trazos más bellos de un dibujo.

El joven bajó la mirada, con un nudo en la garganta. Nunca en su vida se había visto tan expuesto.

En un rincón del granero había un espejo viejo, rajado en diagonal, colgado de un clavo. El barbero, satisfecho con el arco rasurado, giró suavemente la silla para que el muchacho pudiera verse.

El joven levantó la mirada a regañadientes y, en cuanto descubrió su reflejo, el aire se le atascó en el pecho.
El cabello que tanto cuidaba, que siempre peinaba con orgullo, ya no existía. En su lugar había una mata desigual, de apenas dos centímetros, imposible de peinar, rodeada por líneas de piel desnuda que dibujaban un contorno antinatural sobre sus orejas y nuca.
Se llevó una mano temblorosa a la sien, acarició el arco recién rasurado, y de inmediato apartó los dedos como si se hubiese quemado.

Las lágrimas le brotaron sin permiso. Primero discretas, luego incontenibles, hasta que el llanto llenó el silencio pesado del granero.

El capataz, que hasta entonces observaba en silencio, dio un paso al frente y soltó una carcajada áspera.
—¿Lloras? ¿Por un simple corte de pelo? —escupió con desprecio—. Si eso te hace llorar, entonces aún no has visto nada.

Se inclinó sobre él, con voz de amenaza:
—Si quieres un motivo de verdad para llorar… que lo pele el barbero como corresponde.

El muchacho lo miró aterrado a través del espejo, comprendiendo que lo que había sufrido hasta ese instante no era más que el principio.

El capataz se quedó de pie, brazos cruzados, imponiendo su palabra.
La cocinera, que hasta entonces había llevado el mando de la escena con tono firme y calculado, titubeó. Bajó la vista hacia el suelo, luego al muchacho hecho un mar de lágrimas, y finalmente al barbero que esperaba instrucciones.

—No sé si es necesario tanto… —murmuró, llevándose un pañuelo a los labios—. Ya está bastante cambiado. Mire cómo ha quedado, nadie lo reconocería.

El barbero asintió, como si esa fuera también su opinión. Dejó descansar las tijeras sobre la mesa y pasó un trapo a su navaja, en silencio.
El muchacho, aferrado a la esperanza, levantó los ojos suplicantes hacia ella. Por primera vez creyó que aquella mujer que había iniciado su desgracia podría detenerla.

El capataz resopló con dureza.
—¿Te ablandas ahora? —la increpó—. ¿No fuiste tú la que dijo que había que quitarle la vanidad de raíz?

La cocinera apretó el pañuelo contra sus manos, dudando un instante más. La hija, en un rincón, observaba la escena con la mirada fija en el muchacho deshecho frente al espejo. Su encanto parecía quebrarse en tiempo real.

Finalmente, la cocinera suspiró con un gesto cansado, como si se resignara a un destino inevitable.
—Está bien… —dijo, apenas audible—. Que traigan la máquina.

El joven se estremeció al escuchar esas palabras. Fue como si el suelo se abriera bajo sus pies. La esperanza se le escapó de golpe, dejándolo desnudo y vulnerable ante la decisión ajena.

El barbero, que hasta entonces había trabajado con calma entre tijeras y navaja, se inclinó hacia su maletín de cuero. Desabrochó las correas con parsimonia, como quien revela un secreto que pesa. El muchacho no podía apartar la vista: cada movimiento era un preludio de lo que se avecinaba.

De entre las herramientas, el barbero extrajo una máquina metálica, pesada, de las antiguas, con el cable negro enroscado como una serpiente. La sostuvo un momento en la mano, evaluando su peso, antes de enchufarla a un tomacorriente improvisado en la pared del granero.

El silencio se quebró con un zumbido áspero y constante.
La máquina vibró en su mano y el barbero la probó en el aire, recorriéndola junto a la oreja del muchacho sin tocarlo todavía. El ruido resonaba en el techo de madera como un enjambre.

El joven tragó saliva, las lágrimas aún frescas en sus mejillas. El espejo viejo y rajado frente a él devolvía la imagen de un rostro infantil, devastado por el miedo, con el cabello ya reducido a un largo imposible de peinar. Y ahora, la amenaza de perder incluso eso.

El barbero apagó la máquina un instante, colocó un peine metálico sobre la cuchilla y lo encajó con un clic preciso. Luego la encendió de nuevo.
—Así será más parejo —explicó, sin emoción, como si solo hablara de un campo de trigo al que había que segar.

El capataz sonrió satisfecho. La cocinera apretó los labios y desvió la vista, aunque no dijo nada.
La hija, en silencio, observaba con una mezcla de fascinación y desconcierto.

El muchacho, mientras tanto, sentía cómo el zumbido de la máquina se le metía en el pecho, retumbando en cada latido. Su respiración se volvió corta, entrecortada, como si la máquina ya le robara el aire antes de rozar su piel.

El barbero encajó el peine 1½ sobre la cuchilla con un clic y, antes de tocarlo, repasó con el peine de mano el lateral derecho: peinó desde la patilla borrada hacia la coronilla, estirando lo que quedaba de cabello —unos dos centímetros— para que no hubiese sorpresas. El zumbido llenó el granero; acercó la máquina a la sien, justo bajo el arco rasurado de la oreja, y apoyó la base plana contra la piel.

Primera pasada: de abajo arriba, lenta, firme. La máquina trepó hasta rozar el borde blanco del arco y todo el lateral saltó de 2 cm a unos 4,5 mm en un solo viaje. El muchacho sintió cómo el aire tocaba directo la piel; vio caer una tira oscura que se enredó en la capa y luego al suelo. El sonido cambió de tono al morder más denso, y después quedó un campo parejo, raspo al tacto, sin posibilidad de peinar.

El barbero volvió al punto de partida, apoyó otra vez y subió solapando medio centímetro para no dejar marcas. Con la mano izquierda tensaba la piel delante de la oreja y con la derecha guiaba la máquina, plana al inicio y levemente basculada al acercarse al arco, para que el borde quedara limpio, casi como si el contorno hubiera sido dibujado con regla. El muchacho tragó saliva cuando la cuchilla besó el límite de piel rasurada: no había escapatoria; pelo corto contra piel desnuda.

—Así —dijo el barbero, concentrado—

Cruzó a la zona trasera del mismo costado. Apoyó en la nuca altísima —ya afeitada— y empujó la máquina hacia arriba en tramos verticales de dos dedos de ancho. Cada ascenso se detenía justo antes de la coronilla, dejando una transición áspera con la parte superior aún a 2 cm. La cocinera miró, ladeó la cabeza.

—Suba un poco más. Que no se vea diferencia entre costado y arriba.

El barbero abrió un poco la muñeca al final de cada pasada para "suavizar", pero, obediente, se metió más alto en el lateral: la 1½ mordía ya a la altura de la temporal, achatando el perfil del cráneo. El joven contuvo un sollozo; sentía el cosquilleo frío donde hace un momento había volumen. Vio en el espejo una franja amplia, uniforme, opaca, que pegaba su rostro a la luz y hacía resaltar la patilla borrada como un latigazo blanco.

Pasó al costado izquierdo. Repetición metódica: peine de mano para enderezar, apoyo firme bajo el arco, subida lenta, solapes milimétricos. El ruido era constante, casi hipnótico; cada línea de avance dejaba atrás una estera corta, sin dirección posible. Cuando la máquina se acercaba al arco rasurado, el barbero giraba medio grado la herramienta para lamer el borde de espuma seca que aún quedaba, y la hoja recogía pelitos que crujían como sal.

—Más alto —insistió la cocinera, señalando con el dedo un punto donde todavía sobrevivía un suspiro de transición.

El barbero obedeció y comió el último relieve. Los laterales quedaron uniformes a ~4,5 mm, limpios hasta besar la piel de los arcos y de la nuca. El resultado era severo: un casquete mínimo arriba, muralla lisa en los costados y el contorno blanco como un marco. La hija del capataz, muda, observó cómo el magnetismo del chico se deshacía con cada pasada; no quedaba juego, ni flequillo, ni sombra que favoreciera el rostro.

El muchacho respiró hondo, tembloroso. El reflejo del espejo le devolvía una cabeza sin escapatoria, domada por la máquina: lados y detrás a 1½, duros, y arriba todavía más largo pero ridículo, sin poder peinarse.

—Seguimos —dijo la cocinera, esta vez sin dudar—. Iguale arriba.

El muchacho cerró los ojos con fuerza y la garganta se le tensó.
—¡Por favor! —rogó con voz entrecortada—. ¡No… no más! ¡Ya basta! ¡Déjenme así!

La cocinera lo miró con calma, casi fría, sin pestañear.
—Está bien para ahora —dijo suavemente, pero sin intención de ceder—. Solo igualamos la parte superior, nada más.

—¡No! —chilló el joven, levantando las manos, suplicando con cada fibra de su cuerpo—. ¡Por favor! ¡Miren lo que me están haciendo! ¡No quiero! ¡No lo hagan!

El capataz dio un paso hacia él y golpeó con el pie el suelo de manera seca, firme.
—¡Calla! —ordenó—. Llora si quieres, pero no detendrás esto.

El barbero, firme detrás del muchacho, apoyó una mano ligera en su hombro para sujetarlo.
—Tranquilo… —murmuró, pero su tono no suavizaba nada—. Solo un poco más, luego se termina.

El joven gimió, las lágrimas corriéndole por las mejillas, la cabeza temblando bajo la presión de las manos y la máquina. Cada suplica parecía irse al vacío; ni la cocinera ni el barbero mostraban indicio de compasión. Su voz se quebraba, pero nadie la escuchaba: la única respuesta era el zumbido constante de la máquina a un lado, y la sombra fría de la cocinera evaluando cada mechón que quedaba.

Se sentía atrapado, desprotegido. Cada intento de alejarse era inútil. Su cabello, su orgullo, su imagen… todo estaba en manos de otros, y no había nada que pudiera hacer para salvarlo.

—¡Por favor! —susurró una vez más, ya casi derrotado, mientras sus ojos se clavaban en el espejo, viendo la transformación irreversible de su reflejo—. ¡No… no más!

El capataz soltó una carcajada seca, firme y cruel:
—Llora por nada, muchacho. Si quieres un motivo de verdad para lamentarte… que lo pele de verdad.

El joven tragó saliva con fuerza, sin poder pronunciar palabra. Sabía que esa amenaza era real y que el momento que más temía estaba a punto de suceder.

El barbero colocó nuevamente el peine en la máquina, esta vez más corto: un peine 2 (≈6 mm), suficiente para igualar la parte superior con los costados que ya estaban rasurados a 1½. El zumbido se intensificó, llenando el granero y reverberando en los huesos del muchacho.

—Listo —dijo la cocinera—. Vamos a igualar arriba.

El joven cerró los ojos, temblando. Cada fibra de su ser suplicaba que se detuvieran, pero la firmeza de la cocinera y del capataz no dejaba lugar a dudas: no había escapatoria.

El barbero apoyó la máquina sobre la coronilla, y la primera pasada fue lenta, casi ceremoniosa. Desde la frente hasta la coronilla, la cuchilla cortó mechón a mechón, dejando un rastro uniforme de cabello reducido a unos milímetros. Cada pasada producía un chisporroteo de mechones que caían sobre la capa blanca, recordándole al muchacho lo que estaba perdiendo.

—No… por favor… —susurró, la voz rota, mientras la máquina trepaba lentamente hacia atrás—. ¡Ya es suficiente!

Pero la cocinera permaneció inmóvil, evaluando, como si su silencio reforzara la inevitabilidad del corte.
—Sigue —ordenó con voz fría.

El barbero pasó a otra sección, justo detrás de la coronilla. Peinó los mechones hacia arriba, los tensó entre los dedos y los cortó con precisión. Cada mechón caía sobre la capa como una lluvia oscura. El muchacho sentía cómo el calor del granero mezclado con el frío de la máquina se metía en su piel, un recordatorio constante de su impotencia.

El zumbido era casi hipnótico, y el espejo reflejaba una cabeza irreconocible: el volumen desaparecido, los laterales uniformes a 4,5 mm, la nuca y las patillas completamente rasuradas, y ahora la parte superior reducida a un largo mínimo. El cabello que siempre había considerado su tesoro, que moldeaba con orgullo y cuidado, ya no existía.

—¡Por favor! —gritó esta vez, un hilo de voz quebrado por el llanto—. ¡No más!

El capataz dio un paso adelante, sonriendo con crueldad.
—¿Quieres llorar de verdad? Esto aún no ha terminado…

El barbero continuó, sección tras sección, cada mechón sometido a la cuchilla, hasta que la coronilla quedó uniforme con los costados, sin volumen, sin gracia, sin posibilidad de peinar. La transformación era total: de un joven guapo, con cabello abundante y flexible, a alguien irreconocible, humillado hasta el último detalle.

El muchacho, con lágrimas mezcladas con sudor, miró su reflejo una última vez. Su melena había desaparecido; su rostro estaba rodeado de piel desnuda y mechones cortos, alineados de manera estricta. El espejo devolvía una imagen que le resultaba casi ajena: vulnerable, despojado, completamente a merced de los otros.

El barbero apagó la máquina y la dejó a un lado. El zumbido desapareció, dejando un silencio pesado que parecía más alto que antes. El joven permaneció sentado, la respiración entrecortada, las manos temblorosas apoyadas sobre los muslos. Cada parte de su cabeza había sido transformada: los laterales y la nuca rasurados, las patillas borradas, los arcos sobre las orejas limpios y altos, y la coronilla reducida a apenas unos milímetros, uniforme y rígida.

Se miró en el espejo y no reconoció a nadie. Su cabello, su orgullo, su identidad visible, había desaparecido. Solo quedaba una cabeza expuesta, pequeña y vulnerable, con líneas blancas que dibujaban un contorno casi artificial sobre sus rasgos. El llanto había cesado por cansancio, pero el nudo en la garganta persistía, y un escalofrío recorría su espalda.

La hija del capataz bajó la mirada lentamente. Al principio había sentido fascinación por aquel rostro y su melena, pero ahora la visión lo despojaba de todo atractivo. Sus labios se entreabrieron y, por un instante, la confusión se mezcló con un desencanto silencioso. No dijo nada; simplemente se apartó un poco, incapaz de mirarlo directamente.

La cocinera, en cambio, sonrió con satisfacción contenida. Cruzó los brazos y evaluó la obra final.
—Ahora sí —dijo con calma, mirando al joven—. Así está bien. Nada queda de su vanidad.

El capataz se acercó y dio un golpe seco en el hombro del muchacho, firme, como para recordarle quién tenía el control.
—Mira, muchacho —dijo con voz áspera—. Esto es lo que pasa cuando alguien cree que puede ser más que los demás. Llora por nada, pero ahora… ya no tienes motivos para presumir.

El joven bajó la cabeza, sintiendo cómo el peso de la humillación se asentaba en cada fibra de su ser. La melena que había amado y cuidado con tanto esmero había desaparecido, y con ella se iba también la sensación de seguridad y orgullo que le había acompañado desde la adolescencia.

El granero permaneció en silencio, solo roto por el leve roce de la capa al moverse y el eco de sus propios pensamientos. Cada persona presente parecía contemplar la transformación, sabiendo que aquel joven jamás volvería a verse de la misma manera. Vulnerable, expuesto y derrotado, se levantó lentamente, tocando con las yemas de los dedos los lados cortos, la nuca rasurada y los arcos sobre las orejas. Cada toque era un recordatorio de lo que había perdido, y de que ya no habría refugio en su cabello.

Esa tarde, el joven volvió al barracón con paso lento. Caminaba como si cada mirada de los otros trabajadores lo atravesara. Y así fue: apenas empujó la puerta, las conversaciones se detuvieron un instante. Todos lo observaron. Algunos sonrieron con malicia, otros con sorpresa; nadie dejó de notar el cambio.

Uno de los peones, un hombre curtido y mayor, soltó una carcajada seca.
—¡Vaya! —dijo, señalándole la cabeza—. Parece que por fin lo hicieron uno de nosotros.

El joven sintió que la sangre le subía al rostro. Levantó la mano para intentar cubrirse la nuca rasurada, pero era inútil: no había mechón que esconder, no había volumen que disimular. Su piel estaba al descubierto.

Se dejó caer sobre la litera, evitando el reflejo en la pequeña ventana. Afuera, el calor del verano seguía apretando, pero él tenía frío. Se pasó los dedos una y otra vez por los costados cortísimos, intentando convencerse de que era solo pelo, que volvería a crecer. Pero lo que le dolía no era solo la pérdida: era la forma brutal, injusta y humillante en que se lo habían arrebatado.

En la casa principal, la hija del capataz observaba desde la ventana cómo el muchacho cruzaba el patio. Una punzada de lástima le atravesó el pecho, pero al mismo tiempo sintió que algo en ella se apagaba: la atracción, el ideal, la fascinación por aquel chico extranjero. Ahora solo veía debilidad y derrota. Bajó la cortina y se apartó, confundida y triste.

La cocinera, en cambio, sonrió satisfecha mientras fregaba una olla. Murmuró para sí, en voz baja:
—Se acabó el problema.

El capataz, sentado en el porche con una pipa entre los labios, lo observaba todo en silencio. Exhaló humo despacio y masculló con dureza:
—Más vale que aprenda… Aquí no hay lugar para la vanidad.

El joven, solo en su catre, cerró los ojos y sintió un vacío extraño. Por primera vez en mucho tiempo, no tenía nada que lo protegiera del juicio de los demás. Ni siquiera su propio reflejo.








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