4912 Stories - Awaiting Approval:Stories 1; Comments 4.
This site is for Male Haircut Stories and Comments only.
El Castigo by Juann
Mateo siempre fue mi vergüenza. Pelo largo, mugriento, esa guitarra colgada como un adorno barato, hablando de libertad mientras no podía ni mantener la cama hecha. Yo lo toleré demasiado. Hasta que una mañana lo paré frente a mí y le dije:
—Hoy se acaba.
No discutió. Mi mirada le bastó. Lo subí al coche y lo llevé directo a la barbería. Allí no había excusas, solo obediencia. Lo empujé a la silla, le puse la mano en el hombro para que no se levantara.
—Córtale corto —ordené.
El barbero asintió. Las tijeras empezaron a trabajar, y los mechones gruesos rodaban al suelo como serpientes negras. Yo lo miraba caer, satisfecho. Pero Mateo empezó con lo suyo.
—Papá, ya está bien… no me lo dejes tan corto.
Giré la cabeza hacia él, despacio.
—¿Corto? Máquina.
El barbero cambió de herramienta. El zumbido de la máquina llenó la barbería. La primera pasada abrió un camino blanco en su costado, dejando la piel desnuda. Mateo apretó los labios, se movió en la silla.
—¡Papá, esto es demasiado!
Le clavé la mano en el hombro, firme, con un peso que lo hundió en el asiento.
—Al cero.
El barbero obedeció. Pasada tras pasada, el pelo caía en montones hasta que solo quedaba un cráneo pálido, vulnerable. Mateo respiraba agitado, los ojos vidriosos, conteniéndose. Se le veía el temblor en la mandíbula, a un paso de quebrarse. Me incliné y le hablé al oído:
—Si lloras, te quito las cejas.
Se quedó de piedra, tragando saliva, con la vergüenza atravesándole la garganta.
—Pásale cuchilla —dije sin titubeos.
El barbero preparó espuma, la extendió sobre la cabeza. El raspado de la navaja era lento, implacable. Cada pasada dejaba la piel brillante, lisa como un espejo. Cuando terminó, no quedaba nada. Le quité la capa y lo obligué a mirarse. Su reflejo lo asustó: un cráneo desnudo, duro, expuesto. Yo, en cambio, sentí calma.
—Así empieza un hombre.
No hablamos el resto del día. Yo sabía que no hacía falta.
A la mañana siguiente, lo llamé. Lo senté frente a mí, abrí un frasco de aceite y lo vertí en la palma. Lo froté con fuerza contra su cuero cabelludo hasta dejarlo reluciente, impecable. Pasé la mano sobre esa superficie lisa y me invadió un orgullo que hacía años no sentía.
Lo subí al coche y lo llevé al batallón. En el camino, Mateo se quebró.
—Papá… no me dejes aquí…
Apreté el volante, respiré hondo, y de golpe frené al costado de la carretera. Abrí la guantera, saqué cuchilla y espuma. Me giré hacia él.
—El batallón… o las cejas. Tú eliges.
El silencio fue total. Lo vi tragar saliva, los ojos húmedos, el miedo paralizándolo. No volvió a abrir la boca.
Llegamos. Los portones del batallón se abrieron y un grupo de reclutas pasó corriendo al grito de un sargento. Lo bajé del coche. Le puse la mano en el hombro, firme, pesada.
—Aquí vas a terminar de aprender lo que yo empecé.
Lo entregué sin mirar atrás. Y mientras los soldados lo llevaban adentro, me quedé un instante observando la luz del sol reflejada en su cabeza brillante. Y por primera vez en años, me sentí en paz.