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Hombres al ras by Juann
De pibe, no había opción. Cada vez que mi viejo decía "peluquería", yo ya sabía lo que venía. Entrábamos al local del barrio, el barbero apenas me miraba y él ya tiraba la orden con la voz firme, como un soldado dando parte:
—Una americana al ras para el nene.
Nunca me preguntó qué quería. Era lo que él decidía, y punto. En verano, peor todavía: rapado al cero, la cabeza brillando al sol, la piel ardiendo. Decía que así se templaba el carácter, que el calor se aguantaba mejor con la cabeza limpia. Y yo, callado, con la nuca transpirada, tragándome la bronca.
El día de la graduación fue el golpe más duro. Todos los compañeros con el pelo armado, prolijitos, gomina, peinados de revista. Y yo ahí, recién pasado por la máquina, cero al ras, la frente brillando bajo las luces del gimnasio. Sentí cómo las miradas me recorrían, algunas risitas ahogadas. La humillación me subió como un fuego en la garganta. Quise protestar, pero entonces mi viejo me clavó esa frase que me hundió y me sostuvo al mismo tiempo:
—Así un hombre se presenta en serio. Con la cabeza limpia, sin adornos.
Me aguanté. No lloré. Me quedé derecho, tragando orgullo, y ahí entendí: los hombres se hacían a fuerza de disciplina, aunque doliera.
Pasaron los años. Yo ahora con el pelo un poco más largo, rebelde, buscando sacarme ese molde. Y él… ironía del destino, con una coleta larga, medio ridícula, como de músico viejo. Y cada vez que se la veía atada atrás, me hervía la sangre. Me picaban las manos con ganas de vengar mi infancia, de invertir los roles y hacerlo pasar por lo mismo que me hizo pasar a mí.
La chance llegó una noche, en el patio. Estaba medio entonado con el vino, la risa suelta, la coleta torcida. El aire me quemaba los pulmones, el corazón me latía fuerte. Fui al cajón, agarré la máquina, la enchufé. El zumbido llenó el silencio como un trueno eléctrico. Él me miró, con una mezcla de sorpresa y desafío en la mirada.
—¿Qué hacés, pibe? —soltó, sonriendo de costado.
—Lo mismo que vos me hiciste toda la vida —respondí, firme, sintiendo el cosquilleo en los brazos.
Lo senté en la silla, le agarré la coleta y la pasé de un corte. El mechón cayó al piso pesado, como si tirara años de autoridad al suelo. Y sentí un calor recorrerme entero, como si por fin la balanza se diera vuelta. Pasada tras pasada, lo dejé con la americana al ras, los costados limpios, la nuca marcada. El zumbido de la máquina vibraba en mi mano como un arma, y cada mechón que caía me encendía más.
Pero no me bastó. Fui por la espuma, por la cuchilla. La hoja bajó lento, precisa, borrando todo rastro. Lo dejé liso, brillante, como a mí me había dejado el día de mi graduación. Y cuando terminé, él abrió los ojos y me clavó esa mirada de acero. Se pasó la mano por la cabeza, respiró hondo y me sonrió.
Después me agarró la muñeca, me puso la máquina en la mano y me la apretó contra el pecho.
—Si te creés tan macho, enseñá con el ejemplo. Dale, atravesate el medio y pelate vos también. Los hombres se aguantan.
El corazón me explotaba en el pecho. La máquina vibraba, caliente, tentándome. Me miré en el espejo, el pelo largo cayéndome a los costados, y recordé mi graduación, la vergüenza, la frase clavada como hierro: *"Así un hombre se presenta en serio"*.
Respiré hondo, apoyé la máquina en la frente y la arrastré hasta la nuca. El mechón grueso cayó, pesado. Y en ese instante, entre la humillación y el vértigo, sentí lo mismo que aquella vez: el orgullo mezclado con la obediencia, la bronca hecha fuerza. Seguí, línea tras línea, hasta quedar igual que él: pelado, brillante, con la piel ardiendo.
Nos miramos en el espejo. Dos calvos recién afeitados, dos generaciones unidas por el mismo ritual. Su mano cayó sobre mi hombro como un bloque de piedra.
—Así me gusta —dijo con voz grave, dominadora—. Brillante, disciplinado. Macho de verdad.
Y yo, respirando agitado, entendí que al final la tentación se había vuelto destino. Y que no había placer más extraño que ese: obedecerlo y, al mismo tiempo, igualarlo.