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Calvo por amor by Juann


Desde el primer día que la vi en la facultad, supe que no era para mí. Ella era otra liga: elegante, segura, rodeada siempre de tipos que parecían competir por un segundo de su atención. Yo apenas podía sostenerle la mirada.

Un viernes, sin pensarlo demasiado, la invité a salir. Ella me observó en silencio, como calibrándome. Y entonces sonrió con ese filo que me partió en dos.

—Acepto… pero con una condición. —Se inclinó apenas hacia mí, la voz baja y firme—. Quiero que vengas con la cabeza afeitada. Lustrada. Que brille. Si no, no hay cita.

Me quedé mudo. Ella me dio la espalda y siguió caminando como si no hubiera dicho nada extraordinario. Pero yo entendí: no era un simple requisito, era una prueba. Ella quería ver hasta dónde me atrevía.

Ese mismo día entré en la peluquería. El barbero levantó la vista y me midió con los ojos.
—¿Qué hacemos? ¿Un recorte?
Negué con la cabeza, la voz más firme de lo que me sentía.
—No. Quiero que me dejes al cero. Y después me afeitás con cuchilla. Quiero la cabeza brillando.

El tipo sonrió como si estuviera esperando escuchar eso.
—Así me gusta. Con decisión. Sentate, pibe.

El zumbido de la máquina me taladró los nervios. Cuando apoyó la mano pesada en mi coronilla y pasó la primera línea desde la frente hasta la nuca, sentí un escalofrío recorrerme entero. Un mechón grueso cayó sobre la capa. Vulnerable. Desnudo. El barbero clavó la mirada en el espejo.
—Aguantá, varón. Todavía falta lo mejor.

Me mordí el labio, tragando el vértigo, mientras el pelo caía en montones hasta dejarme al ras. Después vino la espuma, fría, cubriéndome el cuero cabelludo. El filo bajó despacio, firme, quemando y purificando al mismo tiempo. Cada pasada me dejaba más expuesto, más sometido al ritual. Cuando terminó, la luz reflejaba en mi cabeza como un faro. Me miré al espejo y apenas me reconocí: brillante, disciplinado, desnudo de todo adorno.

Al día siguiente llegué al bar puntual, traje negro, corbata ajustada, la piel aún ardida por la cuchilla. Ella estaba ahí, sentada, con una copa en la mano. Al verme, su sonrisa se abrió lenta, satisfecha.

Se levantó, me rodeó como si inspeccionara una obra terminada y me acarició la cabeza con una suavidad que me hizo estremecer.
—Eso está mucho mejor… —susurró, los ojos encendidos—. Ahora sí me gustás.

La pasamos bien, pero al final, cuando la noche se volvía promesa, me tomó del mentón y me clavó la mirada.
—Si querés estar conmigo, tenés que entender algo. —Su tono era el de una orden, no de una sugerencia—. Te quiero siempre así. Liso. Brillante. La cuchilla cada semana. ¿Entendido?

Sentí el mismo vértigo que en la peluquería, la mezcla de humillación y orgullo. Asentí, sin poder evitarlo. Ella sonrió, dueña de la situación.

—Muy bien. Eso es ser hombre.

Y yo, con el cuero cabelludo ardiendo y el corazón acelerado, entendí que no había escape: la prueba me había marcado. Y, en el fondo, me gustaba que fuera así.




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