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EL VERANO DELACOLIMBA by PELUQUERO
El Verano de la Colimba
El sol de enero de 1971 caía a plomo sobre Buenos Aires, pero para Mateo, el calor era lo de menos. Una fría sombra se había instalado en su nuca desde hacía semanas; una sombra con el número 182. Ese maldito número, salido de un bolillero anónimo, había sellado su destino: Ejército. "Tierra", como le decía su abuelo con una mueca de resignación, casi como si hablara del inframundo.
Mateo sentía cada día como una cuenta regresiva. Cada mate con sus amigos, cada rasgueo de guitarra en el patio, cada mirada cómplice con Laura en la plaza del barrio, todo parecía teñido por la urgencia de una despedida inminente. Sus amigos, Javier y "El Ruso" Goldstein, estaban en la misma. A Javier le había tocado un número bajo, zafaba por poco. Al Ruso, la Marina. Ninguno se salvaba del todo.
Una tarde, a pocos días de la fecha límite, su padre lo miró por encima del diario.
—Andá a la peluquería, Mateo. Que te lo emprolijen un poco, al menos. No vas a ir hecho un salvaje.
La orden, aunque suave, era innegociable. Con la resignación a cuestas, Mateo se encontró con Javier y el Ruso en la esquina.
—Me mandaron a cortar —anunció, pasando una mano por su melena.
—¡No te dejes, loco! —saltó Javier—. Es lo último que nos queda.
—Fácil para vos decirlo, que te quedás peinando gatitos —bromeó el Ruso, aunque sin mucha gracia.
En la peluquería de Don Antonio, el aire olía a talco y a destinos sellados.
—Así que nos vamos a la colimba, ¿eh? —dijo el peluquero, mientras pasaba la capa de tela áspera alrededor de su cuello—. Dejámelo a mí. Te voy a hacer un corte para que esos milicos no se gasten. Te pelo yo y listo, un problema menos.
El corazón de Mateo dio un vuelco. Tuvo que suplicar, aferrándose a cada centímetro de su pelo para evitar la rapada prematura que el viejo, con una sabiduría cruel, le ofrecía como un favor.
—Como quieras, pibe. Pero no digas que no te avisé —sentenció Don Antonio, y las tijeras apenas susurraron sobre su cabeza. Mateo salió de allí sintiendo que había ganado una pequeña y frágil batalla.
Esa noche, el patio de la casa del "Ruso" Goldstein se convirtió en el escenario de una despedida agridulce. Guirnaldas de luces, damajuanas de vino y el sonido de Vox Dei en un casete. Era un intento desesperado por olvidar el futuro inminente. Javier, el "salvado", era el más eufórico, quizás para ocultar la culpa de quedarse afuera. Pero la noche se quebró cuando un grupo de "veteranos" irrumpió en la fiesta con la misión autoimpuesta de "bautizar" a los reclutas.
—¡A ver esos melenudos! —gritó uno, sosteniendo una máquina de afeitar a pilas.
Se abalanzaron sobre Javier. No les importó que gritara que zafaba, que su número era bajo. Para ellos, era un símbolo. Lo sujetaron entre tres, sus risas ahogando las súplicas desesperadas. "¡No, por favor, déjenme! ¡Yo no voy!". La máquina, con un zumbido débil y agónico, no cortaba: arrancaba. Cada pasada era un tirón doloroso, un desgarro lento que lo humillaba sin piedad. Cuando lo soltaron, Javier se quedó de rodillas en el pasto, temblando de rabia e impotencia, con la cabeza rapada a trasquilones. El chico que se había salvado del Ejército había sido bautizado de la peor manera.
El día de la incorporación llegó como una sentencia. En la fila del distrito militar, Mateo y el Ruso, con sus melenas aún desafiantes, fueron un imán para el desprecio. Un suboficial de rostro agrio los arrancó de la formación.
—¿Qué se creen ustedes dos, señoritas? ¿Que esto es un festival de rock? —escupió.
Sin esperar respuesta, sacó de su bolsillo unas siniestras tijeras de esquilar ovejas con resorte. El metal opaco brilló bajo el sol.
—¡Soldado, rodilla a tierra! —gritó.
Una vez arrodillados, el suboficial los tuzó. El filo rústico de la tijera les devoró el flequillo al ras. Luego, mientras una risa cruel se dibujaba en su cara, se inclinó hacia ellos.
—Veamos si tienen orejas —murmuró, y procedió a pelar los laterales de ambas cabezas con una precisión brutal, dejándolos como grotescos pan dulces. La humillación era total.
—Ahora, al final de la fila —ordenó—. Para que piensen.
Empujados por la vergüenza, caminaron hasta el último lugar, sintiendo el viento frío sobre el cuero cabelludo expuesto como una caricia helada. Era la primera lección: antes de convertirlos en soldados, los despojarían de todo lo que eran.
Pero el ritual no había terminado. Tras horas de espera, los guiaron a un pequeño cuarto al fondo de un pasillo: la "peluquería". Un espacio diminuto, con una única silla y un conscripto viejo de mirada vacía. La puerta se abría y cerraba con velocidad mecánica. Entraban de a uno. El que estaba adentro apenas se sentaba antes de que el peluquero le pasara la máquina de mano. No era eléctrica; era una herramienta fría, manual, que se sentía como si arrancara el pelo en lugar de cortarlo. El movimiento era tosco, los tirones dolorosos, y el sonido metálico de las cuchillas al masticar el pelo se mezclaba con el apretar de dientes del que sufría el trasquilado.
Mateo veía salir a los chicos con las cabezas peladas, todos con la misma expresión de shock, tocándose el cráneo como si fuera un objeto extraño. Cuando le tocó al Ruso, escuchó el crujido metálico y un quejido ahogado. Segundos después, el Ruso salió, pálido, sin mirarlo.
Entonces, desde adentro, la voz monótona y cansada gritó la orden que marcaba el ritmo de la transformación:
—¡El que sigue!
Era el turno de Mateo. Comprendió que no solo le iban a quitar el pelo; le estaban arrancando el último vestigio del chico que fue. Al cruzar el umbral, el olor a sudor y miedo lo golpeó. La silla lo esperaba. La máquina de mano, en las manos del conscripto, abrió y cerró sus mandíbulas metálicas, lista para devorar lo que quedaba de su melena. Ya no sería más una "señorita". Ahora, sería todo un soldado