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EL ROBO by PELUQUERO
EL ROBO
En un barrio silencioso, donde la noche cubre los crímenes como una sábana negra. Dos ladrones —Marco y Luis— irrumpen en la casa del Teniente Coronel Frías , un hombre corpulento, de cráneo afeitado y mirada que podría cortar el acero. Estaba solo, dormido. Fue fácil reducirlo, atarlo, interrogarlo.
—Llévense lo que quieran de la caja fuerte —les dijo con voz ronca, sin miedo—. Pero no bajen al sótano .
Claro que no resistieron.
El sótano era un cuarto vacío. Cuatro espejos antiguos. Cuatro sillas de barbero de cuero negro, pesadas, con grilletes ocultos. Al moverse, activaron un mecanismo. La puerta se selló con un chasquido metálico. Un gas dulzón, casi imperceptible, los envolvió.
Cuando despertaron, estaban atados. Inmovilizados. Cada muñeca, cada tobillo, fijado a las sillas con cadenas de acero bruñido. Frente a ellos, sentado con la calma de un cirujano antes de la incisión, estaba el Teniente Coronel Frías . Ya no el hombre dormido y vulnerable. Ahora, una sombra vestida con una bata de seda negra, el cráneo reluciente bajo una luz cenital amarilla y cruel, una navaja de barbero en una mano, un paño impoluto en la otra.
El aire olía a almizcle y ozono. El tipo de aroma que precede a una tormenta… o a una trampa mortal.
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LOS RATONES Y EL QUESO
Marco —alto, impulsivo, cicatriz sobre la ceja, cabello largo recogido en un rodete— y Luis —más bajo, nervioso, barba desaliñada y mirada de presa— despertaron con un dolor punzante en la nuca y la boca seca. El gas aún les nublaba la mente, pero la adrenalina les gritaba : están en una trampa .
Los espejos ya no reflejaban solo el cuarto vacío. Reflejaban sus propios rostros lívidos, multiplicados, atrapados en un laberinto de miedo. Las sombras se alargan, distorsionadas, como si el sótano respira.
Frías alzó la vista. Su voz, antes ronca, ahora era un barítono gutural , resonante, cortante como el filo que acariciaba.
—Bienvenidos de nuevo al espectáculo, caballeros —dijo, sin mirarlos directamente—. Les advertí. La caja fuerte era solo el cebo. Ustedes... son los actores de mi escena final.
Luis intentó hablar. Solo salió un gruñido. Frías se acercó a Marco. Su sombra lo devoró.
— ¿Pensaste en mi vida cuando entras con ese fierro en la mano? ¿En el terror de un hombre solo? —Hizo una pausa. La navaja se acercó a la garganta de Marco—. No. Solo pensaste en el dinero. Por eso... este lugar no es un sótano. Es una clínica de redención .
—¿Qué… qué es esto? —balbuceó Luis, temblando—. ¿Quién eres?
Frías soltó una risa seca, sin alegría.
—Soy un artista. Mi escenario es la verdad. Mis herramientas… la confesión. —Señaló los espejos—. La gente nunca miente cuando se ve obligada a mirarse a sí misma.
Entonces, dejó caer la navaja sobre una mesa. Haga clic . El sonido rebotó como un disparo.
—Tienen una hora. Una hora para confesar sus peores pecados, sus crímenes, sus mentiras. Si no me convencen de que merecen vivir… solo uno saldrá de aquí. Y créanme: mis métodos para extraer la verdad son mucho menos cómodos que estas sillas .
EL RITUAL DEL PELO
Frías dejó la navaja sobre la mesa con un clic metálico que resonó como una sentencia. Luego, abrió un estuche de cuero negro que hasta entonces había permanecido oculto bajo uno de los espejos. Dentro, relucían unas tijeras quirúrgicas , una máquina de afeitar eléctrica y, al fondo, la navaja de barbero de plata y mango de hueso.
—El cabello —dijo, con voz baja pero firme— no es solo pelo. Es memoria. Es orgullo. Es la máscara que usan para esconderse del mundo… y de sí mismos.
Se acercó a Marco. Lo miré fijamente en el espejo. Marco, con los ojos inyectados de miedo, intentó retroceder, pero las cadenas no lo permitieron.
—¡Por favor! —gritó—. ¡No me toques el pelo!
Frías molestando. Fue una sonrisa sin calor. Pecado piedad.
Primera etapa: Las tijeras
Con un movimiento rápido, casi violento, agarró un mechón del rodete de Marco y lo cortó de raíz. ¡Recorte! El sonido fue seco, brutal. Marco jadeó como si le hubieran arrancado un pedazo del alma.
-¡No! ¡ el rodete es lo único que me hacia recordar a mi madre! —sollozó, con la voz quebrada.
Frías no respondió. Siguió cortando. Mechón tras mechón. No con elegancia, sino con saña. Cada corte era un acto de dominio. El pelo largo de Marco, su orgullo callejero, caía al suelo en montones oscuros, como plumas arrancadas a un pájaro antes de ser devorado.
Luis observaba, temblando, con lágrimas silenciosas resbalando por sus mejillas.
—¡Por favor! —gritó—. ¡Déjame el mío! ¡prometemos que no saldremos a robar nunca mas!
Frías lo miró por encima del hombro.
—Precisamente por eso… lo perderás, tu cabeza te hara recordar que les pasa a los que andan por el mal camino.
Segunda etapa: La máquina
Una vez que el pelo de Marco quedó corto y desigual, Frías tomó la máquina. La encendió. El zumbido eléctrico llenó el sótano, agudo, implacable.
—Ahora, la igualdad —dijo.