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El Ingreso a la colimba by PELUQUERO


El Ingreso a la colimba By PELUQUERO

Martín Sosa tenía dieciocho años cuando lo metieron en el cuartel. No lo había elegido. Lo llamaron por el Colimba —el servicio militar obligatorio— y tuvo que presentarse con una muda de ropa, un documento y el estómago revuelto.

Lo primero que hicieron fue quitarle todo lo que era suyo. Le quitaron la ropa, los documentos, el reloj de su abuelo. Le dieron un número: 84231 . Y un apodo: Tagarna . No por respeto. Porque era nuevo, débil, y todos los nuevos eran tagarnas hasta que demostraban lo contrario.

Lo llevaron a la barbería del cuartel. Era una habitación pequeña, con paredes desconchadas, un espejo agrietado y una silla de metal oxidado. Allí estaba el sargento García , con las tijeras en una mano y una toalla en la otra.

—Sentate —dijo sin mirarlo.

Martín obedeció. García le echó la toalla al cuello y empezó a cortarle el pelo sin decir una palabra. El sonido de las tijeras era seco, rápido. El pelo caía al suelo en manojos. Martín miraba al espejo. No le importaba el pelo. Le importaba lo que venía después.

Detrás de él, parado contra la pared, estaba Rodríguez , otro recluta. Era un pibe de diecinueve, del interior de Córdoba. Había llegado una semana antes. Ya había aprendido a callar, a bajar la vista, a moverse rápido. Pero ese día, cometió un error.

Mientras García le pasaba la maquina a cero a Martín, Rodríguez se movió. Solo un paso. Quiso ajustarse el cinturón, que le estaba apretando. Pero García lo vio.

— ¿Quién te dijo que podías moverte? —preguntó, sin dejar de cortar.

Rodríguez tragó saliva.

—Nadie, sargento.

— Entonces ¿por qué lo hiciste?

—Se me aflojó el cinturón, sargento.

García dejó las tijeras sobre la mesa. Se dio vuelta. Camino hasta Rodríguez. Lo miro fijo. No grité. No lo tocó. Solo dijo:

—Vos pensás que esto es un club social, ¿no? ¿Que podés moverte cuando se te da la gana?

—No, sargento.

—Claro que no. Pero como no entendés con palabras, vamos a enseñarte con hechos.

García lo agarró del brazo y lo sentó en la silla donde estaba Martín. Le quitó la gorra. Le echó la misma toalla roja al cuello.

—Hoy aprendés disciplina. Y el resto mira.

Martín se quedó parado al costado, con la cabeza ya rapada, viendo cómo a Rodríguez le pasaban la máquina por la cabeza. Cero. Al-ras. Sin decir una palabra más. Rodríguez no lloró. No se quejó. Solo apretó los puños y miró al suelo.

Cuando terminó, García le dio un espejo.

—Ahora sos igual al resto. Igual al tagarna. Igual a un soldado. Porque aquí no hay privilegios. Acá todos son nada, hasta que demuestren lo contrario.

Rodríguez se levantó. Volvi a su lugar contra la pared miemntras terminaba de pelar a su voluntad a Martin. Nadie habló. Nadie se movió.

Martín entendió en ese momento que no importaba cuánto aguantaras. Lo importante era no cometer errores. Porque aquí, un error no se corregía. Se castigaba. Y el castigo no era con golpes. Era con vergüenza. Con silencio. Con la pérdida de lo poco que te quedaba.

Esa noche, en el dormitorio, Rodríguez se sentó en su litera y se tocó la cabeza. No dijo nada. Pero Martín vio cómo se le quebraba la mirada.

Nadie volvió a moverse sin permiso.



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