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INGRESO A LA COLIMBA PARTE 2 by BY PELUQUERO
El Ingreso a la colimba parte 2 by PELUQUERO
El gobierno cambió. Otra junta. Otros nombres en los diarios. Nadie supo bien por qué, pero los oficiales empezaron a desaparecer de los cuarteles. Algunos fueron trasladados. Otros, dados de baja. El sargento García fue uno de ellos. No hubo juicio. No hubo escándalo. Solo una orden interna: "Reasignación inmediata. Sin explicaciones." Dicen que lo mandaron a una guarnición en el sur, a cuidar almacenes vacíos. Dicen que bebe ahora. Que no levanta la cabeza. En su lugar llegó un nuevo sargento. Joven. Callado. Con la cabeza rapada al cero y una mirada que no perdía detalle. Era Rodríguez. Nadie entendió cómo. Algunos decían que había hecho favores. Otros, que había firmado papeles que no debía. Lo cierto es que ahora usaba galones, botas lustrosas y una voz que no temblaba. Martín lo vio entrar al cuartel un lunes por la mañana. Lo reconoció al instante, aunque Rodríguez ya no era el pibe que se ajustaba el cinturón con miedo. Ahora caminaba como si el suelo le perteneciera. Los reclutas nuevos —los nuevos tagarnas— temblaban cuando pasaba. Él no gritaba. No pegaba. Pero imponía un silencio tan denso que hasta el viento parecía detenerse. Una semana después, llamaron a Martín a la oficina del sargento. —Pasá —dijo Rodríguez, sin mirarlo. Martín entró. La oficina era la misma donde García solía fumar en secreto. Ahora estaba impecable. Sin polvo. Sin fotos. Solo una silla frente al escritorio. —Sentate. Martín obedeció. Rodríguez abrió un cajón. Sacó una toalla roja. La misma. La que habían usado en la barbería. —¿Te acordás de esta? —preguntó. Martín asintió. —Yo también. Me acuerdo de cada segundo. De cada pelo que cayó. De cómo me miraste sin decir nada. —Hizo una pausa—. No te culpo. Vos también eras un tagarna. Pero hoy… hoy las cosas cambiaron. Martín no entendía. —No vine a vengarme de vos —dijo Rodríguez, con voz plana—. Vine a hacer lo que hay que hacer. Y vos… vos vas a ayudarme. Al día siguiente, llegó un nuevo grupo de conscriptos. Entre ellos, un chico flaco, de ojos grandes, con el pelo largo hasta los hombros. Temblaba como un perro mojado. Rodríguez lo hizo parar frente a todos.
—¿Nombre?
—López, sargento.
—¿De dónde sos?
—De La Plata, sargento.
Rodríguez asintió. Se dio vuelta. Miró a Martín, que estaba de pie al costado, con el uniforme de cabo.
—Cabo Sosa. Llevalo a la barbería. Que esté listo en diez minutos.
Martín asintió y tomó al chico del brazo. Caminaron en silencio por el pasillo. El olor a humedad y aceite de armas era el mismo de siempre. Pero algo había cambiado. El aire pesaba distinto.
Llevó al chico a la barbería.
Cuando entraron a la barbería, Martín se detuvo.
Allí estaba García La silla seguía allí. El espejo, agrietado. La toalla roja, sobre el respaldo.
Mientras le pasaba la máquina, el chico lo miró con ojos suplicantes.
—Por favor… —susurró.
Garcia no respondió. Solo apretó el gatillo de la máquina y empezó a cortar.
Cero. Al ras.
Cuando terminó, le dio el espejo.
—Ahora sos igual al resto —dijo, repitiendo las mismas palabras.
El chico bajó la vista. No lloró. Solo asintió.
García no los miro. Solo dijo, con voz firme:
—Siguiente.
Martín lo observó un instante. García tenia un corte impecable una media americana estricta con su cabello que de un solo tramo recorría su cabeza casi hasta la nuca entero , cumpliendo órdenes como el más bajo de los tagarnas.
Martín empujó suavemente al nuevo recluta hacia la puerta, pero antes de soltarlo, se acercó al umbral y dijo, con calma:
—¿Hay tiempo para uno más?
García, sin levantar la vista, respondió:
—Obvio.
Entonces entro Rodriguez dio un paso adelante.
—Levantá la cara.
García obedeció por inercia. Y al ver quién estaba frente a él, se le congeló la mandíbula. Sus ojos se abrieron. Palideció. La máquina se le resbaló de la mano y cayó al suelo con un ruido seco.
—Sosa… —murmuró.
Martín no sonrió. No gritó. Solo señaló la silla.
—Sentate.
García no se movió.
—Te dije que te sientes —repitió Rodriguez, ahora con la voz del mando.
García tragó saliva. Lentamente, se puso de pie y se sentó en la misma silla donde, meses atrás, había humillado a Rodríguez… y a Martin Sosa.
Rodriguez le dijo a Martin ahora cortale vos y Martín tomó la máquina del suelo. La encendió. El zumbido llenó la habitación.
—A partir de hoy —dijo, pasándole la cuchilla por la cabeza—, vas a afeitarte todos los días. Temprano. Antes del desayuno. Y vas a venir acá, a esta silla, para que yo lo revise.
García cerró los ojos. No dijo nada.
—Y sabés por qué —continuó Rodriguez, inclinándose hasta hablarle al oído—: porque quiero usar tu cabeza de espejo. Quiero ver en ella lo que hiciste. Lo que creíste que podías hacer impunemente. Y quiero que cada mañana, al tocarte la piel lisa, recuerdes que ya no sos nadie. Que sos menos que un tagarna. Porque al tagarna al menos lo dejan soñar con salir. Vos… vos ya no salís.
Terminó de raparlo. Apagó la máquina. Le dio un espejo pequeño.
—Mirate.
García no quiso. Pero Martín le levantó la barbilla con dos dedos.
—Mirate.
García miró. Y en ese cráneo brillante, vacío, desnudo, no vio a un hombre. Vio una superficie lisa. Un espejo. Un castigo sin fin.
Martín le quitó el espejo de la mano y lo guardó en su bolsillo.
—Mañana a las seis. No faltes.
Salió de la barbería con el nuevo recluta detrás, como si nada hubiera pasado.
Pero todos en el cuartel lo supieron al instante.
El círculo se había cerrado.
Y esta vez, no había redención. Solo disciplina.
Fría. Diaria. Implacable.